En el tapiz majestuoso del séptimo arte, pocas películas han bordado con tanto pulso la historia del cine como El Padrino. Sin embargo, a veces, los grandes destinos se tejen no por lo que se consigue, sino por aquello que se pierde. Así lo confesó recientemente Robert De Niro, uno de los actores más reverenciados de nuestra era, al agradecer públicamente a Francis Ford Coppola por haberlo descartado del elenco original de El Padrino (1972), en una revelación que, a la vez, conmueve y sorprende.
Durante una ceremonia del American Film Institute, donde el aclamado director fue homenajeado con el prestigioso premio a la trayectoria, De Niro pronunció unas palabras que resonaron con la fuerza de una epifanía:
“Francis, gracias por no elegirme para El Padrino. Fue el mejor trabajo que nunca tuve. Eso significó que estaba libre para El Padrino II. Cambiaste mi carrera, cambiaste mi vida.”
Y tenía razón. Aquel "no" que en otro contexto habría significado un revés, terminó siendo la llave que abrió las puertas de su consagración artística. En 1972, De Niro aspiraba a interpretar a Michael Corleone o a su impulsivo hermano Sonny, personajes que finalmente encarnaron magistralmente Al Pacino y James Caan. La cinta, basada en la novela de Mario Puzo, ya proyectaba una ambición colosal: retratar la saga de una familia mafiosa italoamericana con la intensidad de una tragedia shakesperiana. Y fue un éxito inmediato. Pero De Niro quedó fuera.
El destino, sin embargo, aguardaba un giro. Dos años más tarde, Coppola le ofreció el papel de un joven Vito Corleone en El Padrino II (1974), la secuela que alternaba dos líneas temporales: el ascenso de Michael como jefe implacable y la dura migración y ascenso de su padre Vito desde los barrios bajos de Nueva York. La actuación de De Niro fue sencillamente antológica. En un equilibrio magistral de contención y fuerza interna, el actor supo captar la esencia del personaje que Marlon Brando había convertido en leyenda. Aprendió italiano con dialecto siciliano para las escenas más intensas y dotó a su Vito de una melancolía viril, de silencios que hablaban más que las palabras.
Su entrega fue reconocida con el Oscar al Mejor Actor de Reparto, el primero de su carrera. El Padrino II obtuvo seis estatuillas de la Academia, incluida la de Mejor Película, y para muchos críticos, no solo igualó a su predecesora: la superó.
Paradójicamente, ese éxito no habría sido posible si De Niro hubiera conseguido su rol inicial. En el imprevisible ajedrez del cine, cada movimiento cuenta, y en su caso, ser excluido fue la jugada maestra que le permitió construir un personaje eterno. En su emotivo tributo a Coppola, De Niro resumió con elegancia el peso de esa oportunidad disfrazada de rechazo:
“Estamos todos aquí, esta noche, gracias a ti. Te amamos.”
Más allá de su éxito individual, El Padrino y su secuela han sido pilares del cine moderno. La primera cinta obtuvo tres Oscar, incluidos Mejor Película y Mejor Actor para Brando. Su partitura original, sin embargo, sufrió un revés histórico: el premio fue revocado al descubrirse que el compositor Nino Rota había reciclado uno de los temas de una cinta italiana de 1958. La tercera entrega, estrenada en 1990, recibió siete nominaciones, pero no logró cautivar ni a la crítica ni al público con la misma intensidad.
Aun así, la trilogía en su conjunto sigue ocupando un lugar de honor en el panteón del cine. Sus frases, atmósfera y personajes marcaron generaciones de cineastas, guionistas y espectadores. Y dentro de ese legado, la interpretación de Robert De Niro ocupa un lugar indeleble: el joven Vito Corleone que caminó por las calles de Little Italy, cargando en su silencio la promesa de un imperio.
Es curioso cómo los momentos de aparente derrota pueden convertirse en puntos de inflexión vitales. Para De Niro, ser rechazado fue el comienzo de todo. Y al agradecerlo, nos recuerda que, en el arte como en la vida, algunas veces, los grandes sí comienzan con un no.